viernes, 18 de enero de 2013
Sobre la centralidad del trabajo
Sobre la centralidad del trabajo
Rafael Agacino
Por más de tres décadas la teoría social, la historia y la política han dejado de
considerar al trabajo humano como concepto clave y determinante en la configuración
y dinámica de la sociedad, desplazándolo del lugar central que antes tenía en ellas.
Paralelamente, la clase trabajadora, y en especial la clase obrera, ha desaparecido de
la escena política e incluso de la propia producción - tema sobre el cual volveremos.
La derecha ha sustituido a esta clase, por categorías como el "emprendedor" y el
"consumidor"; la izquierda “progresista”, en distintos momentos, por las categorías de
"el ciudadano", "las mujeres" y "las minorías sexuales"; y los tecnócratas de toda
estirpe, como objeto de las políticas públicas, por “los sectores vulnerables”, "los
pueblos originarios" y "los pobres": ciudadanos pobres, mujeres pobres, minorías
sexuales empobrecidas, niños pobres, ancianos pobres, etc., claramente todos
pobres, pero en cuanto tales, sin el glamour que exige la moda intelectual del
momento.
Ese desplazamiento del trabajo y los trabajadores, ha dado paso a la emergencia de
multiplicidad de sujetos sociales. Para las corrientes postmodernas más reaccionarias,
tales sujetos finalmente se diluyen en una masa de subjetividades particulares
(individuales) no susceptibles de aglutinar o responder a “lógica de equivalencia”
alguna; tales subjetividades son inconmensurables y no dan siquiera para populismos;
es el fin de la política y de todo valor universal.
Otras, las menos conservadoras, reconocen la plausibilidad de la conjunción de
intereses transindividuales y reponen la política pero solo como fenómeno episódico,
contingente y transitorio, tanto como lo es una coyuntura particular. Para éstas, los
conflictos pueden expresar una subjetividad colectiva pero por única e irrepetible vez;
no hay lugar para la memoria colectiva ni para ningún presente histórico que contenga
en potencia un futuro colectivo; todo es contingente, ningún horizonte histórico,
ninguna verdad y ninguna utopía, siquiera como idea reguladora o recurso movilizador.
En oposición a éstas corrientes y en defensa de las promesas de la modernidad, más
esperanzador ha resultado el esfuerzo de las teorías que relevan el rol de la acción
comunicativa y la construcción de consensos sociales como campo de acción
privilegiado de la política. Sin embargo, de todos modos, en la época del “giro
lingüístico”, la centralidad del trabajo ha desaparecido de escena.
Estas corrientes teóricas han permeado fuertemente a las franjas ilustradas de la
sociedad. Un segmento “progresista”, haciéndose eco del monopolio ideológico que
ostenta la concepción liberal de democracia, ha adoptado con toda naturalidad al
“ciudadano” como el sujeto político por antonomasia; el citoyen criollo, que
independiente de su lugar en la ciudad -y la producción-, es el soberano del poder
político de la nación bicentenaria. Como sea, este ciudadano es el “hombre político”,
aquel que realiza su libertad ejerciendo soberanía en el espacio de la interacción
lingüística en torno a materias de lo público.
Pero sabemos que libertad formal no es igual a libertad sustantiva; esta distinción
devela el límite insalvable de toda sociedad de clases. Por ejemplo en este país, aún
cuando se eliminaran las ostensibles limitaciones que impone al citoyen criollo la
Constitución de Lagos-Pinochet, tales como el sistema binominal, el sesgo
presidencialista del régimen político o la ley de financiamiento y funcionamiento de
partidos políticos, tal distinción mantendría toda su validez.
La distinción entre libertad formal y libertad substantiva es de la mayor significación en
las nuevas condiciones de funcionamiento del capitalismo actual, y si bien nuestras
herramientas teóricas apenas balbucean una interpretación del presente post crisis del
estatalismo socialista, desarrollos recientes justifican reponer una idea crucial de Marx:
la centralidad del trabajo, la centralidad de esa elemental actividad humana que es el
trabajo entendido como praxis social productiva y reproductiva.
El capitalismo del nuevo siglo ha extendido su lógica a casi todas las esferas de la vida
social transformando en mercancía todo objeto tangible, intangible o virtual susceptible
de vender y comprar; ha extendido por doquier las relaciones sociales capitalistas y
sometido al imperativo de la acumulación a los más diversos espacios personales y
comunitarios. Pero así como el capital se extiende, también más actividades humanas
se vuelven trabajo, trabajo para el capital. Este proceso ha implicado la emergencia de
nuevos contingentes de trabajadores vinculados a la producción de esas mercancías.
Sin embargo, en la medida en que tales contingentes y mercancías, especialmente las
intangibles y virtuales, adoptan nuevas estéticas no han sido fácilmente reconocibles
por la vieja clase obrera o por el sindicalismo clásico. Si entendemos que el capital no
es una cosa ni una forma, sino una relación social, quien produce socialización,
afectos o conocimientos, tanto como quien produce carbón o zapatos, si lo hace
mediado por una relación de compra y venta de su fuerza de trabajo al capital, es un
trabajador, produce plusvalía y sirve a la acumulación de capital, independiente que el
mismo lo crea o no y sea o no reconocido por otros, por ejemplo por los “obreros
manuales”, en su calidad de tal. La izquierda tradicional y el sindicalismo clásico
fetichizaron el trabajo así como el salario, en el primer caso, reduciéndolo a la forma
material de la actividad o del producto, y en el segundo, a su forma dinero; su
imaginario, su apreciación estética, ha impedido comprender que en el capitalismo
actual la clase trabajadora se ha extendido bajo nuevas formas y aumentado su peso
a pesar que los empleados en sectores extractivos, agrícolas e industriales, lo
disminuyan, incluso en algunas ramas en términos absolutos. Y todo esto sin contar
los cientos de millones los trabajadores asiáticos y este-europeos recientemente
incorporados a los circuitos de la acumulación de capital mundial.
Lo señalado ya es argumento suficiente para recuperar la centralidad del trabajo. Sin
embargo, el capitalismo actual nos entrega otras razones que, más allá de la
dimensión puramente cuantitativa, se relacionan con los aspectos cualitativos de la
producción.
El capitalismo del nuevo siglo también ha debido avanzar en otras direcciones. Un
área clave ha sido la extensión y profundización de los mecanismos de control socioculturales
requeridos para resolver las contradicciones que derivan de una expansión
sistemática y duradera de la productividad del trabajo provocada tanto por el cambio
técnico duro – nuevo capital fijo y circulante- como por las sucesivas reorganizaciones
de los procesos de producción y trabajo. Mucho antes de la crisis del patrón fordista en
los países centrales, el capital extendió su esfera de preocupación desde la
producción y circulación de mercancías a la esfera del propio consumo. En efecto,
sostener una dinámica de producción creciente de mercancías obligaba generar una
capacidad de absorción proporcional por el lado del gasto pero -y esto es lo que
queremos relevar- no sólo como mera capacidad de compra sino como disposición a
la compra, como disposición subjetiva al consumo. Esto no es trivial, pues si me doy a
entender bien, no me refiero sólo a la expansión de la demanda - en parte garantizada
por la regla fordista de aumentos reales del salario acordes con el aumento de la
productividad- sino antes que eso, a la expansión de las necesidades como motor de
la expansión de la demanda. Estoy hablando, por tanto, de la administración “racional”
de las subjetividades con el fin de inducir un crecimiento incesante de las necesidades
y naturalizar así el consumo compulsivo e irracional, el consumo basura y el
despilfarro, fenómeno que más recientemente se ha llamado “consumismo”. Esta
manipulación de las necesidades, cuando se transforma en industria, en industria de la
producción de subjetividad para el consumo, inaugura otro momento del capitalismo.
De hecho, usando una categoría de Agnes Heller para caracterizar el estatalismo de
los ex países socialistas europeos, el capitalismo se ha vuelto una “dictadura de las
necesidades”, solo que a diferencia de tales regímenes, dicha dictadura opera bajo la
apariencia de la libertad, “la libertad de elegir”, dirían los esposos Friedman.
Dicho esto, surge entonces una interrogante crucial: ¿Cual es el verdadero carácter de
esa escasez con la que se nos aterroriza cotidianamente? ¿Es ésta un límite
malthusiano, es decir, un estado natural de desbalance entre población y recursos?
¿O por el contrario, se trata de un desbalance artificialmente originado y sostenido
sobre la base del modo de vida vigente?
No podemos desbrozar todas las implicancias que tiene una pregunta de este tipo,
pero hay un aspecto que interesa resaltar aquí. Pensemos al revés. ¿Qué pasaría si la
sociedad organizada arrebatase al capital el poder que éste ejerce sobre las
necesidades y las auto administrara –definiera, jerarquizara, etc.- en concordancia con
el desarrollo de las facultades humanas y de acuerdo a criterios de sustentabilidad
social y ecológicas? Sin duda que la escasez impuesta por el capital se volvería
superflua. En efecto, esta escasez es resultado de la expansión incesante de las
necesidades inducida por el capital y su imperativo de la acumulación. Es fácil darse
cuenta que si el trabajo se hace cada vez más productivo con el apoyo de la ciencia y
la técnica, es absurdo que la gente trabaje más y/o más intensivamente. ¿Por qué
aumenta el tiempo de trabajo y su intensidad y no el tiempo de no trabajo, el tiempo
libre, si es evidente que el trabajo se ha hecho mucho más productivo en una
trayectoria de innovación y cambio técnico acelerados y de largo plazo de la que
nunca antes se tuvo razón? En efecto: si las necesidades no se desbocaran como
sucede bajo el régimen del capital, la jornada de trabajo podría haberse reducido en
proporción al aumento de la productividad. Por cierto, factores demográficos
-crecimiento poblacional, transición etaria- y la pobreza estructural de décadas,
absorben el efecto de una productividad acrecentada pero no completamente como
para justificar una intensificación del trabajo y la mantención de un estado de escasez
que nos amenaza diariamente. No, no; la clave está en la tiranía del capital que no
solo reina en las esferas de la producción y la circulación de mercancías, si no, como
ya se ha dicho, también en la esfera del consumo ocupándose de la multiplicación de
las necesidades con arreglo a sus fines, que no son, precisamente, los fines de una
humanidad emancipada.
Llegado a este punto, podemos entonces relacionar las luchas sociales que toman
forma en los movimientos sociales cuya estética evoca actores como los ciudadanos,
consumidores, mujeres, jóvenes, etc., cuyos contenidos giran en torno a la
democracia, los derechos individuales, el medio ambiente, los derechos reproductivos,
etc., con la idea de la centralidad del trabajo.
En efecto, al caracterizar el capitalismo actual como “una dictadura de las
necesidades”, caemos de bruces nuevamente en la dimensión de la producción y del
trabajo, pues: ¿Qué si no significa emanciparse de tal dictadura? Simplemente
reclamar soberanía respecto de las necesidades, es decir, de los fines de la
producción y por tanto de la distribución de las capacidades productivas humanas, las
capacidades colectivas de trabajo, del trabajo social. En simple: arrebatarle esas
dimensiones de decisión al capital, significaría construir un orden social en que los
propios productores –los trabajadores- fueran capaces de responder a las
interrogantes económicas que nos enseñaron en la escuela cuando niños: qué, para
quién y cómo producir. Claramente lo anterior significa cruzar el umbral de la libertad
formal y entrar directamente al terreno de la libertad sustantiva; no se trata del citoyen
que reclama derechos políticos civiles en la esfera de lo político, sino del sujeto
colectivo radical, que quiere extender tales derechos a las profundidades de la vida
misma, que politiza la existencia social al hacer del propio modo de vida un campo de
batalla por el ejercicio de la soberanía.
Con todo no queremos decir que la problemática social y cultural que han reivindicado
los movimientos sociales, sea reducible a la centralidad del trabajo. Ello no es posible
y ni tiene sentido político plantearlo. Pero si decir que la izquierda tradicional y el
sindicalismo clásico, impedidos de superar los límites de una visión fetichizada del
trabajo y salario, no han podido establecer un diálogo estratégico con tales
movimientos que permita potenciar sus luchas y unificar fuerzas en pos de una
alternativa emancipadora. La izquierda y sindicalismo tradicionales han quedado
atrapados en un imaginario que se resiste a ahondar en la complejidad del capitalismo
actual. La primera, reduce las luchas de los ciudadanos a los límites de la democracia
representativa sin siquiera recoger el legado teórico de una crítica radical al Estado, o
peor aún, de las experiencias estatalistas de inspiración socialista que ella defendió; el
segundo, limitando sus luchas a mejoras salariales y beneficios monetarios sin
atreverse a criticar el contenido social del salario que, a fin de cuentas, es definido por
el capital -alimento basura, vivienda basura (cuando la hay), ambiente basura,
educación basura, salud basura, transporte basura, cultura basura, etc.- al manipular
las necesidades y sus satisfactores. No estaría de más que nos preguntásemos si
tiene sentido alguno seguir endosando nuestra soberanía a los profesionales de la
política que, es archisabido, terminan subordinando los fines colectivos a sus intereses
propios, o también, si lo que queremos es más salario y más ingreso para seguir
consumiendo basura y horadando las bases naturales de nuestra propia vida.
Una fuerza más abierta puede entonces relacionar directamente gran parte de las
reivindicaciones de los movimientos sociales y ciudadanos con las de los trabajadores;
y no para subordinarlas o postergarlas para un incierto futuro posterior a la
construcción de la nueva sociedad. No, no. Si, como hemos mostrado, se trata en el
fondo de una misma reivindicación, lo correcto es contribuir a radicalizarlas, llevarlas al
campo de la emancipación, al campo de la lucha por la libertad sustantiva que implica
luchar por hacernos del control de nuestras necesidades y construir los arreglos
sociales que permiten definirlas, jerarquizarlas y satisfacerlas de acuerdo a los fines de
los propios productores, o lo que es lo mismo, distribuir y asignar el trabajo social y el
tiempo libre, de acuerdo a los fines de los propios trabajadores. Y también a la inversa,
aprovechar y potenciar las formas democráticas de acción de tales movimientos;
prácticas y métodos organizativos que -en apariencia pre políticas- anuncian la política
del futuro.
Así, la centralidad del trabajo, al partir del elemental hecho de la existencia de seres
vivientes cuyo imperativo es su reproducción y por ello compelidos a producir las
condiciones materiales y simbólicas de su existencia, lo que se releva es un acto
eminentemente práctico: el trabajo; una praxis constitutiva que, por más que sus
formas hayan cambiado en la época del capitalismo actual, sigue siendo un campo de
batalla entre el modo de vida del capital y un modo de vida emancipado de su tutela.
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