por Luis Thielemann H. (publicado en Revista Red Seca)
Los debates en torno a la importancia
del Partido Comunista en las actuales luchas sociales y las posiciones
que tomaron en ella conocidos pensadores de izquierda chilena, en
especial las palabras de Gabriel Salazar y otros intelectuales,
dejan al desnudo una situación para nada desconocida, pero que en la
coyuntura actual parece una crisis. Nos referimos a la despolitización
de la actividad intelectual de la Izquierda, la cual se manifiesta en un
permanente rehuir de las cuestiones estratégicas del presente. Este
escrito intenta realizar un recorrido que pone en el centro tal polémica
como ejemplo actual de una historia mayor: la crisis de legitimidad del
materialismo histórico, la insuficiencia crítica de sus intentos de
superación y la necesidad de su reactualización como base para un nuevo
socialismo.
I
La derrota de la izquierda en 1973 fue
parte de un proceso mayor de crisis política de las izquierdas en todo
el orbe. Desde esos primeros avisos que significaron los golpes de
estado en Sudamérica y las renuncias revolucionarias de la izquierda
europea, vino un festín del capitalismo victorioso cuando entre 1989 y
1993 el colapso del bloque soviético dejó sin referencias no sólo a los
comunistas del mundo, sino que en general a toda la izquierda. Así, los
años 90 se convirtieron en una década dorada para la hegemonía del
capitalismo liberal, en un proceso gestado largamente, donde ninguna
verdad del materialismo histórico quedó sin cuestionarse y donde pocos
contingentes de masas quedaron en pie para sostener su legitimidad entre
las mayorías. Esta derrota política, es decir, de su capacidad de
incidir en las correlaciones centrales de fuerza, fue una derrota de una
densidad de mayor calado, una derrota que incluso cuestionó la
existencia misma de la lucha de clases y su importancia como generador
de la historia.
De esta forma, sin una
historia en la cual articular la práctica presente, la izquierda quedó a
la deriva de otros centros de gravedad teórica: el liberalismo, el
posmodernismo, el neoconservadurismo o cualquiera de sus emparentaciones
o derivaciones. Esta renuncia a la historia, en los códigos de la
izquierda, significó una renuncia al materialismo histórico, el eje
crítico de la mayoría del campo revolucionario del siglo XX. En Chile y
el mundo, las teorías socialistas perdieron legitimidad en relación con
aquellas versiones endulzadas de la socialdemocracia, ahora a la saga de
la iniciativa del capital financiero. Sin poder detener el desplome del
edificio socialista del siglo XX, la izquierda entró en una pérdida de
autoestima, en una inseguridad profunda sobre su capacidad de determinar
los límites de lo verdadero y las categorías de la realidad.
II
Tras la caída recién descrita, la
ausencia de un ideal alternativo de sociedad quitó a la práctica
política su pasión -al final, se trataba de administrar en los marcos
del capitalismo-, sin brindar en su reemplazo ninguna creencia superior
en la justicia del statu quo. Esta situación fue la de un vacío de
paradigma que los antiguos socialistas y ahora fervientes enemigos del
fantasma totalitario no han podido llenar con nada que no sea una
versión multicolor de las viejas formas republicanas, domesticadas y
asimiladas hasta sus entrañas por los dueños del capital. Historiadores,
economistas y sociólogos, otrora importantes pensadores marxistas,
viendo perdida la batalla por alcanzar la política se entregaron prestos
a la tarea de derruir la tradición materialista que incipientemente se
había manifestado entre los intelectuales. En Chile, algunos lo hicieron
porque el trauma de la Dictadura los obligó a igualar la dictadura del
proletariado con la restauración capitalista en la Sudamérica golpista.
Muchas veces este viraje, en una renuncia a comprender la totalidad,
hizo que los mismos intelectuales buscaran refugio en el estudio de los
fragmentos de la dominación, entregando sin resistirse el relato de esta
última a la historiografía tradicional y al sentido común neoliberal.
Otros, los más, simplemente se dejaron llevar por los cantos de sirena
del dinero fácil de los años 90, por abrazar el capitalismo como la
única totalidad posible. De cualquier forma, la política dejó de ser
centralidad académica y las formas indirectas de la crítica dominaron el
espacio. En ese sentido, para Terry Eagleton,
el escepticismo de todo lo que significó la praxis política del siglo
XX -partidos, concentraciones de masas, disciplina militante o
elecciones- “proviene de intelectuales que no tienen particularmente
ninguna razón apremiante para ubicar su propia existencia social dentro
de un marco político más amplio”. De esta manera, se pueden encontrar
muchos académicos muy conocedores de cada fragmento de las minorías
sociales, pero que nada saben de por qué sus alumnos, de todas las
minorías juntas, deben trabajar de empaquetadores para pagar la
matrícula.
III
La aparición del Dictionnaire critique
de la Révolution Française en 1989, dirigido por François Furet,
verdadera reescritura de la historia oficial del proceso iniciado en
1789 significó, en palabras
del historiador Perry Anderson, “una amplia refutación de leyendas de
la izquierda y de conceptos tradicionales equivocados del episodio
fundador de la democracia moderna”. Los conceptos base de la revolución
francesa, en el marco de la caída del comunismo en el este de Europa,
fueron limpiados de contenido subversivo bajo la pluma de varios
historiadores, entre ellos muchos ex marxistas. Se trató de “despachar
el erróneo pasado, y recuperar el correcto, era parte de la tardía
llegada del país al puerto seguro de una democracia moderna”. Esta
última frase nos suena bastante cercana en un país tan lejano.
El erróneo pasado del Chile
capitalista, golpista y antidemocrático, era ahora reemplazado por la
historia idealizada de la democracia como norma. Los historiadores
activos en el retorno a los gobiernos civiles en Chile, así como los
intelectuales de toda disciplina, comenzaron un debate por la
interpretación de la historia nacional previa a 1973. Los mismos que
abrazaron al mercado, identificaban la Unidad Popular como el
desquiciamiento de la democracia liberal y las buenas formas
republicanas (con Allende “el demócrata solitario” como imagen
favorita). De ahí que un democratacristiano, Aylwin, volviendo a la
moneda para reemplazar a Pinochet fuera visto como el retorno a la
cordura previa a la insanidad de “los dos demonios” de entre 1970 y 1990. Los otros, los que abrazaron el fragmento y, en términos
de Eduardo Devés, con un “tono diagonal” y un “marxismo mínimo”,
denunciaron esta historia “por arriba”, con la práctica de una historia
“por abajo”, donde el verdadero protagonista del periodo era el pueblo
“químicamente puro”, supuestamente lejano o incluso contrario a las
organizaciones políticas, que habría sido negado e imposibilitado de
solidificar su arcadia por una alianza increíble e imposible entre los
partidos de todo cuño, el gran capital y la oligarquía. En ninguna de
estas visiones se resaltaba al elemento que hizo saltar la normalidad
del proceso político hasta los niveles de 1967-1973, a saber, la
integración electoral, organización y politización radical de amplias
capas del mundo popular chileno. De esta forma, sin hacer juicio de la
propia situación histórica -de derrota y despolitización- como
intelectuales, los intérpretes del periodo se apresuraron a negar el
momento más subversivo de la historia del movimiento popular, unos en
función de anclar sus prácticas transaccionales en un supuesto pasado
democrático y plural de la izquierda, otros, en función de buscar
culpables de la derrota popular en los partidos que dirigieron el
proceso que terminó en el Golpe.
La despolitización de los teóricos que más cercanos debieran estar al estudio de la política, principalmente los historiadores,
tiene su origen en una derrota que no ha sido asumida. Hoy, cuando a
esos teóricos se les demanda respuestas para los nuevos escenarios
surgidos de la crisis de los pactos de la transición, no tienen mucho
que ofrecer, porque sus respuestas son más fruto de la decepción que del
estudio concreto de la situación realmente existente.
IV
Mucha de esta despolitización es la que
actuó en las polémicas en torno al rol del PC. En un momento en que las
verdades de la transición se caen a pedazos, no es posible pensar que
las bases teóricas de la práctica de la historia y las ciencias sociales
que tuvo lugar en esas décadas salgan a salvo. Es por eso, tal vez, que
Salazar y sus defensores, a coro con la derecha, se enfaden tanto con
la militancia de los dirigentes en organizaciones de izquierda; porque
eso, en su teoría, no debía suceder. Gabriel Salazar dice de
las luchas sociales actuales que “tienen un pie en la vieja cultura de
los movimientos de masas, desfiles por las calles, peticiones, reclamos,
peleas con los carabineros. Pero al mismo tiempo tienen otro pie
avanzado en lo que son los movimientos sociales” los que “van pensando,
proponiendo, y finalmente ejercen por soberanía la presión para producir
los cambios”. El problema nuevamente lo trae la porfiada realidad que contraría
la pretendida novedad huérfana del movimiento estudiantil de 2011. La
unidad entre bases y dirigencias militantes parece indicar que ese
segundo pie consiste materialmente en el primero, es decir, el
movimiento popular ha sido producido por la vieja cultura de los
movimientos de masas y todos los elementos que menciona el historiador, y
sólo desde ahí ha producido su “poesía del futuro”. En el sueño
subjetivista y populista, el pueblo niega a los partidos y se encumbra
en un armagedón final contra los poderosos. Ahí el PC, para Salazar, es
una anomalía que está en las dos partes de la lucha y por eso es
atacable. En la historia profunda de este proceso y de los anteriores,
más bien pareciera que las franjas organizadas de ese mismo pueblo
niegan a los partidos tradicionales y construyen sus propios
instrumentos -así, por ejemplo, nació el POS de Recabarren hace un
siglo- en una relación donde se confunden, no sin roces, las
organizaciones políticas con las sociales porque ambas son parte
fundamental de la misma historicidad.
La ausencia propuesta más
arriba de un eje crítico alternativo al capitalismo, entonces, se
demuestra en las posiciones que ha tomado el debate sobre el PC: Si es
un partido viejo, si se estudia geografía o historia, si se es una cara
bonita con buen hablar o si se es un adefesio con lenguaje de peón
gañán, si los comunistas piden o no perdón por cuanto crimen haya
cometido alguien en el mundo con una bandera roja, esos y más del mismo
calado son todos temas que nada importan a la hora de clarificar, desde
el estudio del pasado, el rol y carácter de los comunistas en la
historicidad actual del movimiento popular y, a su vez, el sentido
profundo en la larga duración, de las posiciones políticas que puedan
tomarse en los tiempos que corren. Poco contenido político hay en las
palabras de los críticos del PC, poco sobre si está realmente oxigenando
a la Concertación, poco sobre los sectores dinámicos de las clases y su
relación con la Izquierda, poco sobre sus reales posibilidades
electorales. Nada de eso hay en las palabras de sus críticos y eso
constituye lo peor del estado del debate teórico e histórico entre
muchos intelectuales de izquierda: una triste y notoria despolitización.
V
Por tanto, volvemos desde ahí al
comienzo: si la despolitización es producto de la pérdida de una
centralidad crítica y autónoma de la hegemonía ¿Dónde encontrarla hoy?
Pues no queda otra alternativa cuando se ha perdido el rumbo que volver a
la última posición segura: el Materialismo Histórico.
Tras la crisis de 2008, la
legitimidad moral de las tesis neoliberales ha caído tan fuerte como los
bonos de deuda de los países que decidieron enrumbarse en tamaña
locura. Al mismo tiempo, las cenizas del inocente entusiasmo liberal de
fin de siglo, envueltas en las viejas bandera de la socialdemocracia,
son el testimonio de lo que significó la última esperanza de la
democracia liberal por independizarse del capitalismo. Además, esta
crisis teórica es la expresión académica del sufrimiento de masas: el
desempleo, el hambre y la carestía de la vida crecen en occidente y la
lucha de clases, la misma que había sido cuestionada como verdad
teórica, se presenta bajo la incuestionable categoría de hecho
histórico.
El malestar social que debería
orientar la Izquierda surge no de su mayor conciencia democrática, como
quisieran algunos autocomplacientes renovados, ni tampoco de la segunda
venida del redentor popular, puro y total, que separa aguas entre
fieles e infieles. La rabia encuentra raíz en aquello que hacen la
mayoría de los seres humanos para sobrevivir: vender contra su voluntad
la propia fuerza de trabajo. Ahí, en esa antigua y muy real relación,
está la permanencia histórica que le da continuidad entre lo que hubo
antes de 1973 y lo que hay ahora. La asimetría entre el Capital y el
Trabajo, la lucha de clases que origina esa contradicción no es ni fue
nunca un tipo ideal, sino que una realidad cotidiana y evidente para las
mayorías. Si la izquierda pretende recuperar su capacidad de instaurar
verdad, debe partir analizando la realidad desde su más eficaz
instrumento: el materialismo histórico.
VI
Pero esa vuelta al eje crítico del
materialismo histórico debe comprenderse como un rearme político y no un
refugio lírico. La doble tarea de ser herramienta de análisis y a la
vez posición crítica, es una que necesita de un materialismo histórico
que pueda cuestionar a la vez la práctica política de la izquierda y la
opresión de los capitalistas, un conocimiento teórico que no le deba
lealtad a nada más que a la emancipación popular. De esta forma, el
conocimiento de las clases en el Chile neoliberal, la historia de la
relación entre izquierda y movimiento popular, el carácter de la
dominación capitalista actual, el cuestionamiento al modelo de
desarrollo o los avatares locales de una posible recesión global
debieran ser temas centrales en esta recuperación.
Por ende, no sirve ese
marxismo religioso que muchos practican hoy, en el que se remite una y
otra vez a las mismas obras clásicas, en un salto al pasado que no
pretende un diálogo con las prácticas de otro tiempo, sino que verdades
inmutables, sentencias canónicas sobre la práctica revolucionaria. Ese
marxismo, que abunda en citas a Lenin, Gramsci o cualquier santo del
panteón socialista pero que no sabe cómo esas mismas palabras encajan en
la realidad cambiante del presente, es más bien idealismo. Lo que
necesitamos es un materialismo histórico abierto al presente, a
enfrentarse a la realidad dura buscando interpretarla y desde ahí
ofrecer pistas sobre las posibilidades de cambio. Ese materialismo
histórico, presto a ningunear toda tradición, toda imagen sagrada, toda
pureza subjetiva en su obsesión revolucionaria es la base de una nueva
teoría socialista del futuro. Sus contenidos se definirán en el único
lugar donde ésta no es sólo una enunciación literaria sino que sangre en
las venas de miles de humanos: en la práctica política concreta de los
dominados de nuestro tiempo.
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