domingo, 15 de julio de 2012

Materialismo histórico e intelectualidad: Negación traumática y retorno obligado

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por Luis Thielemann H. (publicado en Revista Red Seca)
Los debates en torno a la importancia del Partido Comunista en las actuales luchas sociales y las posiciones que tomaron en ella conocidos pensadores de izquierda chilena, en especial las palabras de Gabriel Salazar y otros intelectuales, dejan al desnudo una situación para nada desconocida, pero que en la coyuntura actual parece una crisis. Nos referimos a la despolitización de la actividad intelectual de la Izquierda, la cual se manifiesta en un permanente rehuir de las cuestiones estratégicas del presente. Este escrito intenta realizar un recorrido que pone en el centro tal polémica como ejemplo actual de una historia mayor: la crisis de legitimidad del materialismo histórico, la insuficiencia crítica de sus intentos de superación y la necesidad de su reactualización como base para un nuevo socialismo.
I
La derrota de la izquierda en 1973 fue parte de un proceso mayor de crisis política de las izquierdas en todo el orbe. Desde esos primeros avisos que significaron los golpes de estado en Sudamérica y las renuncias revolucionarias de la izquierda europea, vino un festín del capitalismo victorioso cuando entre 1989 y 1993 el colapso del bloque soviético dejó sin referencias no sólo a los comunistas del mundo, sino que en general a toda la izquierda. Así, los años 90 se convirtieron en una década dorada para la hegemonía del capitalismo liberal, en un proceso gestado largamente, donde ninguna verdad del materialismo histórico quedó sin cuestionarse y donde pocos contingentes de masas quedaron en pie para sostener su legitimidad entre las mayorías. Esta derrota política, es decir, de su capacidad de incidir en las correlaciones centrales de fuerza, fue una derrota de una densidad de mayor calado, una derrota que incluso cuestionó la existencia misma de la lucha de clases y su importancia como generador de la historia.
De esta forma, sin una historia en la cual articular la práctica presente, la izquierda quedó a la deriva de otros centros de gravedad teórica: el liberalismo, el posmodernismo, el neoconservadurismo o cualquiera de sus emparentaciones o derivaciones. Esta renuncia a la historia, en los códigos de la izquierda, significó una renuncia al materialismo histórico, el eje crítico de la mayoría del campo revolucionario del siglo XX. En Chile y el mundo, las teorías socialistas perdieron legitimidad en relación con aquellas versiones endulzadas de la socialdemocracia, ahora a la saga de la iniciativa del capital financiero. Sin poder detener el desplome del edificio socialista del siglo XX, la izquierda entró en una pérdida de autoestima, en una inseguridad profunda sobre su capacidad de determinar los límites de lo verdadero y las categorías de la realidad.
II
Tras la caída recién descrita, la ausencia de un ideal alternativo de sociedad quitó a la práctica política su pasión -al final, se trataba de administrar en los marcos del capitalismo-, sin brindar en su reemplazo ninguna creencia superior en la justicia del statu quo. Esta situación fue la de un vacío de paradigma que los antiguos socialistas y ahora fervientes enemigos del fantasma totalitario no han podido llenar con nada que no sea una versión multicolor de las viejas formas republicanas, domesticadas y asimiladas hasta sus entrañas por los dueños del capital. Historiadores, economistas y sociólogos, otrora importantes pensadores marxistas, viendo perdida la batalla por alcanzar la política se entregaron prestos a la tarea de derruir la tradición materialista que incipientemente se había manifestado entre los intelectuales. En Chile, algunos lo hicieron porque el trauma de la Dictadura los obligó a igualar la dictadura del proletariado con la restauración capitalista en la Sudamérica golpista. Muchas veces este viraje, en una renuncia a comprender la totalidad, hizo que los mismos intelectuales buscaran refugio en el estudio de los fragmentos de la dominación, entregando sin resistirse el relato de esta última a la historiografía tradicional y al sentido común neoliberal. Otros, los más, simplemente se dejaron llevar por los cantos de sirena del dinero fácil de los años 90, por abrazar el capitalismo como la única totalidad posible. De cualquier forma, la política dejó de ser centralidad académica y las formas indirectas de la crítica dominaron el espacio. En ese sentido, para Terry Eagleton, el escepticismo de todo lo que significó la praxis política del siglo XX -partidos, concentraciones de masas, disciplina militante o elecciones- “proviene de intelectuales que no tienen particularmente ninguna razón apremiante para ubicar su propia existencia social dentro de un marco político más amplio”. De esta manera, se pueden encontrar muchos académicos muy conocedores de cada fragmento de las minorías sociales, pero que nada saben de por qué sus alumnos, de todas las minorías juntas, deben trabajar de empaquetadores para pagar la matrícula.
III
La aparición del Dictionnaire critique de la Révolution Française en 1989, dirigido por François Furet, verdadera reescritura de la historia oficial del proceso iniciado en 1789 significó, en palabras del historiador Perry Anderson, “una amplia refutación de leyendas de la izquierda y de conceptos tradicionales equivocados del episodio fundador de la democracia moderna”. Los conceptos base de la revolución francesa, en el marco de la caída del comunismo en el este de Europa, fueron limpiados de contenido subversivo bajo la pluma de varios historiadores, entre ellos muchos ex marxistas. Se trató de “despachar el erróneo pasado, y recuperar el correcto, era parte de la tardía llegada del país al puerto seguro de una democracia moderna”. Esta última frase nos suena bastante cercana en un país tan lejano.
El erróneo pasado del Chile capitalista, golpista y antidemocrático, era ahora reemplazado por la historia idealizada de la democracia como norma. Los historiadores activos en el retorno a los gobiernos civiles en Chile, así como los intelectuales de toda disciplina, comenzaron un debate por la interpretación de la historia nacional previa a 1973. Los mismos que abrazaron al mercado, identificaban la Unidad Popular como el desquiciamiento de la democracia liberal y las buenas formas republicanas (con Allende “el demócrata solitario” como imagen favorita). De ahí que un democratacristiano, Aylwin, volviendo a la moneda para reemplazar a Pinochet fuera visto como el retorno a la cordura previa a la insanidad de “los dos demonios” de entre 1970 y 1990. Los otros, los que abrazaron el fragmento y, en términos de Eduardo Devés, con un “tono diagonal” y un “marxismo mínimo”, denunciaron esta historia “por arriba”, con la práctica de una historia “por abajo”, donde el verdadero protagonista del periodo era el pueblo “químicamente puro”, supuestamente lejano o incluso contrario a las organizaciones políticas, que habría sido negado e imposibilitado de solidificar su arcadia por una alianza increíble e imposible entre los partidos de todo cuño, el gran capital y la oligarquía. En ninguna de estas visiones se resaltaba al elemento que hizo saltar la normalidad del proceso político hasta los niveles de 1967-1973, a saber, la integración electoral, organización y politización radical de amplias capas del mundo popular chileno. De esta forma, sin hacer juicio de la propia situación histórica -de derrota y despolitización- como intelectuales, los intérpretes del periodo se apresuraron a negar el momento más subversivo de la historia del movimiento popular, unos en función de anclar sus prácticas transaccionales en un supuesto pasado democrático y plural de la izquierda, otros, en función de buscar culpables de la derrota popular en los partidos que dirigieron el proceso que terminó en el Golpe.
La despolitización de los teóricos que más cercanos debieran estar al estudio de la política, principalmente los historiadores, tiene su origen en una derrota que no ha sido asumida. Hoy, cuando a esos teóricos se les demanda respuestas para los nuevos escenarios surgidos de la crisis de los pactos de la transición, no tienen mucho que ofrecer, porque sus respuestas son más fruto de la decepción que del estudio concreto de la situación realmente existente.
IV
Mucha de esta despolitización es la que actuó en las polémicas en torno al rol del PC. En un momento en que las verdades de la transición se caen a pedazos, no es posible pensar que las bases teóricas de la práctica de la historia y las ciencias sociales que tuvo lugar en esas décadas salgan a salvo. Es por eso, tal vez, que Salazar y sus defensores, a coro con la derecha, se enfaden tanto con la militancia de los dirigentes en organizaciones de izquierda; porque eso, en su teoría, no debía suceder. Gabriel Salazar dice de las luchas sociales actuales que “tienen un pie en la vieja cultura de los movimientos de masas, desfiles por las calles, peticiones, reclamos, peleas con los carabineros. Pero al mismo tiempo tienen otro pie avanzado en lo que son los movimientos sociales” los que “van pensando, proponiendo, y finalmente ejercen por soberanía la presión para producir los cambios”. El problema nuevamente lo trae la porfiada realidad que contraría la pretendida novedad huérfana del movimiento estudiantil de 2011. La unidad entre bases y dirigencias militantes parece indicar que ese segundo pie consiste materialmente en el primero, es decir, el movimiento popular ha sido producido por la vieja cultura de los movimientos de masas y todos los elementos que menciona el historiador, y sólo desde ahí ha producido su “poesía del futuro”. En el sueño subjetivista y populista, el pueblo niega a los partidos y se encumbra en un armagedón final contra los poderosos. Ahí el PC, para Salazar, es una anomalía que está en las dos partes de la lucha y por eso es atacable. En la historia profunda de este proceso y de los anteriores, más bien pareciera que las franjas organizadas de ese mismo pueblo niegan a los partidos tradicionales y construyen sus propios instrumentos -así, por ejemplo, nació el POS de Recabarren hace un siglo- en una relación donde se confunden, no sin roces, las organizaciones políticas con las sociales porque ambas son parte fundamental de la misma historicidad.
La ausencia propuesta más arriba de un eje crítico alternativo al capitalismo, entonces, se demuestra en las posiciones que ha tomado el debate sobre el PC: Si es un partido viejo, si se estudia geografía o historia, si se es una cara bonita con buen hablar o si se es un adefesio con lenguaje de peón gañán, si los comunistas piden o no perdón por cuanto crimen haya cometido alguien en el mundo con una bandera roja, esos y más del mismo calado son todos temas que nada importan a la hora de clarificar, desde el estudio del pasado, el rol y carácter de los comunistas en la historicidad actual del movimiento popular y, a su vez, el sentido profundo en la larga duración, de las posiciones políticas que puedan tomarse en los tiempos que corren. Poco contenido político hay en las palabras de los críticos del PC, poco sobre si está realmente oxigenando a la Concertación, poco sobre los sectores dinámicos de las clases y su relación con la Izquierda, poco sobre sus reales posibilidades electorales. Nada de eso hay en las palabras de sus críticos y eso constituye lo peor del estado del debate teórico e histórico entre muchos intelectuales de izquierda: una triste y notoria despolitización.
V
Por tanto, volvemos desde ahí al comienzo: si la despolitización es producto de la pérdida de una centralidad crítica y autónoma de la hegemonía ¿Dónde encontrarla hoy? Pues no queda otra alternativa cuando se ha perdido el rumbo que volver a la última posición segura: el Materialismo Histórico.
Tras la crisis de 2008, la legitimidad moral de las tesis neoliberales ha caído tan fuerte como los bonos de deuda de los países que decidieron enrumbarse en tamaña locura. Al mismo tiempo, las cenizas del inocente entusiasmo liberal de fin de siglo, envueltas en las viejas bandera de la socialdemocracia, son el testimonio de lo que significó la última esperanza de la democracia liberal por independizarse del capitalismo. Además, esta crisis teórica es la expresión académica del sufrimiento de masas: el desempleo, el hambre y la carestía de la vida crecen en occidente y la lucha de clases, la misma que había sido cuestionada como verdad teórica, se presenta bajo la incuestionable categoría de hecho histórico.
El malestar social que debería orientar la Izquierda surge no de su mayor conciencia democrática, como quisieran algunos autocomplacientes renovados, ni tampoco de la segunda venida del redentor popular, puro y total, que separa aguas entre fieles e infieles. La rabia encuentra raíz en aquello que hacen la mayoría de los seres humanos para sobrevivir: vender contra su voluntad la propia fuerza de trabajo. Ahí, en esa antigua y muy real relación, está la permanencia histórica que le da continuidad entre lo que hubo antes de 1973 y lo que hay ahora. La asimetría entre el Capital y el Trabajo, la lucha de clases que origina esa contradicción no es ni fue nunca un tipo ideal, sino que una realidad cotidiana y evidente para las mayorías. Si la izquierda pretende recuperar su capacidad de instaurar verdad, debe partir analizando la realidad desde su más eficaz instrumento: el materialismo histórico.
VI
Pero esa vuelta al eje crítico del materialismo histórico debe comprenderse como un rearme político y no un refugio lírico. La doble tarea de ser herramienta de análisis y a la vez posición crítica, es una que necesita de un materialismo histórico que pueda cuestionar a la vez la práctica política de la izquierda y la opresión de los capitalistas, un conocimiento teórico que no le deba lealtad a nada más que a la emancipación popular. De esta forma, el conocimiento de las clases en el Chile neoliberal, la historia de la relación entre izquierda y movimiento popular, el carácter de la dominación capitalista actual, el cuestionamiento al modelo de desarrollo o los avatares locales de una posible recesión global debieran ser temas centrales en esta recuperación.
Por ende, no sirve ese marxismo religioso que muchos practican hoy, en el que se remite una y otra vez a las mismas obras clásicas, en un salto al pasado que no pretende un diálogo con las prácticas de otro tiempo, sino que verdades inmutables, sentencias canónicas sobre la práctica revolucionaria. Ese marxismo, que abunda en citas a Lenin, Gramsci o cualquier santo del panteón socialista pero que no sabe cómo esas mismas palabras encajan en la realidad cambiante del presente, es más bien idealismo. Lo que necesitamos es un materialismo histórico abierto al presente, a enfrentarse a la realidad dura buscando interpretarla y desde ahí ofrecer pistas sobre las posibilidades de cambio. Ese materialismo histórico, presto a ningunear toda tradición, toda imagen sagrada, toda pureza subjetiva en su obsesión revolucionaria es la base de una nueva teoría socialista del futuro. Sus contenidos se definirán en el único lugar donde ésta no es sólo una enunciación literaria sino que sangre en las venas de miles de humanos: en la práctica política concreta de los dominados de nuestro tiempo.

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